top of page

El terrible presagio de las coincidencias

  • Foto del escritor: Francisco Morales
    Francisco Morales
  • 7 ago 2017
  • 4 Min. de lectura

Nadie había entrado a su habitación. O, por lo menos, eso era lo que se rumoreaba en los pasillos del Edificio Reis. Tampoco sabíamos cómo se veía. Nos hacíamos una vaga idea de su esquivo aspecto cuando abría la puerta y asomaba su mano por entre la rendija para recibir la comida que mi madre solía prepararle. En ese momento, tan fugaz como íntimo, se podían ver algunos muebles y enseres. La luz del exterior brillaba en su barnizado. Partículas de polvo danzaban sobre aquel fugaz destello. Esa mano de largos y finos dedos era la única referencia física que teníamos de Raymundo Fosca, el solitario inquilino de la única habitación ocupada en el cuarto piso. Sin embargo, con el paso de los años perdió el absurdo misterio infantil que inspiraba su leyenda y se convirtió en una parte habitual de nuestra rutina.

Tiempo después me mudé del Edificio Reis. Además de mi mamá y Raymundo Fosca, ningún otro conocido seguía viviendo allí. Es curioso si se lo piensa, pero no sé si puedo referirme a alguien como conocido cuando no he visto más que una de sus manos. Mamá se resistía a la idea de abandonar el antiguo edificio situado sobre la Avenida Caracas. Le decía que pronto lo iban a derrumbar. Ella se ponía triste y cambiaba de tema. Me decía que aún le llevaba algo de comer a Raymundo Fosca. “Muy de vez en cuando”, me insistía.

Una noche de agosto me quedé a dormir en el apartamento de mamá. Era día feriado y caía una fuerte tormenta. Mi habitación seguía igual, mamá no se atrevía a mover nada de su lugar. Sentí nostalgia por aquella juventud ahora tan lejana. La guitarra seguía apoyada junto a la cama y los discos de Beth Carvalho y Paulinho da Viola estaban esparcidos sobre el tocador.

Pocas horas después me levanté agitada. Aún no había amanecido. Seguía lloviendo. Giré la almohada para apoyar mi rostro en el lado frío de la tela, pero ni así pude conciliar el sueño. Escuché a alguien abrir la puerta del edificio y me asomé por la ventana para ver quien era. Vi a un hombre que caminaba con dificultad. Se detenía cada cierto tiempo para retomar fuerzas. Llevaba un bastón blanco y vestía un largo gabán gris y sombrero borsalino de ala ancha. Esperó indeciso en medio de la lluvia. Finalmente cruzó la calle hasta el buzón del correo, lo golpeó con el bastón, tanteó con la mano hasta encontrar la rendija y dejó un sobre. "¿Quién será?", musité en voz baja. El sujeto se volvió hacia mi ventana, escondí mi cabeza detrás de la cortina. Salí del apartamento para conocer la identidad de aquel extraño. Me escondí detrás de unas pimpinas y miré por entre las rendijas de la escalera. El hombre tardó en abrir la puerta y subió afanosamente hasta el cuarto piso.

Fui presa de una curiosidad mordaz. Subí lentamente y encontré la puerta abierta, como si en cualquier momento la mano de Raymundo Fosca fuera a aparecer para recibir el plato de comida. Abrí con suavidad matinal la puerta. Un anciano de tez morena, pero aún firme, se encontraba sentado en un butaco. Veía un punto fijo en el horizonte; parecía embobado, ensimismado, como contemplando la imagen del ser amado. Algunas lágrimas empezaron a caer sobre su rostro. Se veía realmente afligido. Volví a mi habitación sintiéndome culpable por aquel anciano que se encontraba encerrado en su insípido universo. No hablé con nadie sobre aquel episodio.

Hasta ahora no he narrado la parte más importante de mi historia con Raymundo Fosca. El día de San Valentín compré el periódico. No suelo comprarlo y quizá nunca haya leído uno completo, pero planeaba revisar los clasificados. En la mitad del diario, junto a los clasificados, venía una sección llamada "Directo al corazón". Allí aparecían mensajes de amor enviados por los lectores del diario. En un principio me pareció ridículo, pero uno de los mensajes llamó mi atención, pues aparecía firmado por un tal Raymundo Fosca. El mensaje iba dirigido para "Sealight" y le decía que aún añoraba su dulzura aunque se le había llevado la guitarra brasileña, los discos de samba, sus preciados negativos y el primer capítulo de su novela. El mensaje terminaba con un "Te quiero aún". Era latente el anhelo de volverla a tener a su lado. Se podía sentir el palpitar anhelante sobre la tinta.

Durante muchas semanas estuve pensando en este curioso episodio. ¿Se trataría del mismo Raymundo Fosca? Al siguiente domingo fui a visitar a mamá. Le conté esta anécdota, incluso llevé el recorte del periódico con el mensaje. Esperaba una de sus habituales risotadas, pero en cambio, no obtuve más que una pétrea expresión. Se quedó en silencio largo rato, mirando un punto fijo del lavabo. "¿Sabes que traduce Sealight, cada palabra por separado?" Un desdichado frío me recorrió el cuerpo, la terca verdad me había sido revelada.

Mamá se limitó a sonreír, mostrando algo de rubor en sus mejillas.


Comentarios


Entradas destacadas
Entradas recientes
Archivo
Buscar por tags
Síguenos
  • Facebook Basic Square
  • Twitter Basic Square
  • Google+ Basic Square
bottom of page