A la orilla
- Javier Arias Bernal
- 30 jul 2017
- 2 Min. de lectura

La luna se disipó bajo las nubes. Tendría que armar la carpa justo al borde de la laguna. Cada tanto, un ave insistía en batir sus alas en medio de la oscura densidad. El ruido de los pájaros se replicaba en el agua, una y otra vez, como si cada vuelo emprendido fuera una pedrada contra la charca; una y otra vez… entonces, silencio.
Si no fuera por la luminiscencia metálica e intermitente que despedía el poste junto al que acampé, yo mismo habría sido bruma y quietud, pues era el único allí, en medio de la Cocha. Laguna y cielo parecían ser un mismo espejo inexorable.
Dos enormes perros aparecieron, de repente, entre los matorrales. Dos pastores alemanes. Me sobresalté en vano, sus colas se batieron en signo de amistad. Me tranquilicé. Algo en la compañía de los canes me reconfortaba. Les rogué que no se fueran, como si su presencia me brindara algo más de luz, de compañía entre la humedad de tantas sombras. Los perros empezaron a caminar en círculo alrededor de la carpa y en el interior, traté de conciliar el sueño. Con los nervios en filo, me sobresaltaba cada vez que escuchaba ese sonido; mas sin embargo, volvía a sucumbir ante el cansancio. De improvisto, ese chirrido, ese chasquido que me volvía a arrebatar del sueño.
Los perros ya no deambulaban, ¿se habrían ido?, ¿me habrían dejado desprotegido? Entonces escuché un ruido, más fuerte, más bestial, más chirriante; la desdeñosa carcajada de un ave. Imaginé su pico afilado en la penumbra. Silencio, nada más que silencio. Volví a caer en sueños profundos y de nuevo aquel chapoteo. Un cuerpo salía del agua o, ¿se sumergía? Calma… canciones de grillos… De repente, una vez más, el rumor de un cuerpo luchando contra el temple de la laguna. Agudicé el oído. Un reptar trepidante avanzaba por la orilla. El grito de un ave, una, dos; varias. Respiré, no tenía aire. Me hallaba en vilo. Pasos húmedos en la hierba; lo que había temido…
Dos sombras se dibujaron sobre la superficie de la carpa. Dos figuras contra la luz del poste. Eran los perros que habían permanecido agazapados, pero ahora ladraban frenéticos. Ambos, dirigían sus hocicos hacia la misma dirección, hacia una tercera sombra que cortó la luz y se proyectó, confusa, sobre la tienda. Estaba allí, a pocos pasos de mí, observando en silencio, de pie, rígido, vigilante. Parpadeé. La presencia se desvaneció.
Los húmedos sonidos, sin embargo, siguieron propagándose como ecos nocturnos. Los insectos de la noche continuaron copulando entre la charca de mis sueños. Aleteos, sacudidas en el agua, chillidos, gritos… Nunca supe cuánto de esa noche fue sueño, y qué tanto, pesadilla.
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